Durante toda tu infancia te tocó escuchar cierto tipo de diatribas sobre la tolerancia, la solidaridad o, si estudiaste en un colegio de monjas como fue mi caso, el concepto que protagonizaba la semana temática de turno. “Comparte los juguetes con tu hermano”, “Colabora en clase”, “Trabaja en equipo”, “Pasa la pelota”. Frases que no están mal para formarte como persona y aprender ciertos valores con los que cimentar una personalidad futura que respete a los demás y tal. En el fondo es lo normal; eres pequeño y te gusta ver la vida con los ojos de la inocencia.
Pero claro, tras la infancia y los años de convulsión hormonal de la adolescencia llega la proto-madurez. Porque la veintena es esa década de tu vida que te lleva sin piedad a la desilusión infinita: todas tus relaciones han acabado mal (aunque el `mal´ ya va implícito), el PSOE resulta ser de derechas, Sandra Bullock gana un Oscar y Dorian sigue de gira. Te das cuenta de que todos los cuentos Disney que te contaron eran un gran “invent”, que el amor dura tres años y que la amistad realmente consiste en pensar en uno mismo y luego en uno mismo. Un fuego te recorre por dentro cual Jager y es entonces cuando aprendes la puta mejor lección que te va a dar la vida: aprender a odiar. A odiar con amor. A odiar visceralmente. A odiar irracionalmente. A odiar sin violencia.
Gracias, esto… ¿cómo empezar?
Creo que todo se torció cuando me empezaron a gustar Manos de topo. Esa dicotomía entre estabilidad y drama. Romanticismo y misoginia. La eterna lucha entre post-adolescencia y madurez. “¿Quiero perpetuarme en conciertos de la Plaza del Trigo o me pongo el Gol TV y me atrinchero en el sofá?” Una batalla feroz entre las letras de The new Ramon o los comentarios de Axel Torres sobre el interior izquierdo del Wigan. Una decisión bastante más difícil y trascendental que escoger entre Kate o Rooney Mara. Porque no existe una respuesta. Ni tampoco una verdad. Porque a los sucios sábados etílicos les seguirán domingos de lluvia y frío con añoranza de manta compartida. Porque los inviernos abrigados pueden ser acorralados por calurosos veranos de asfixia y hormonas.